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jueves, 30 de mayo de 2013

La oveja negra: un chivo expiatorio

J. Pablo Rochín

«Necesitamos otro Vietnam para adelgazar las filas», se mofa mordazmente el personaje animado Bart Simpson de la suciedad de su sociedad, y con ello de las enfermedades sintomáticas del quehacer contemporáneo. Se resiste a seguir alimentando al sistema. En efecto, los mismos nazis entendieron y aplicaron a su conveniencia la filosofía nietzscheana sobre la predilección de un ultra hombre de origen superior, «chivo expiatorio» que les sirvió como excusa para ejercer el poder y el resentimiento a causa de la misma incapacidad espiritual que tenían ante los «débiles y fracasados», y no para comprender las vicisitudes del mundo o la forma de ennoblecer su propia condición. Así lo contempla la doctrina de la citada oveja negra de la filosofía alemana, Nietzsche, quien fue fusilado simbólicamente, es decir, traicionada su ideología, por sus condiscípulos nazis.

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
La Oveja negra y demás fábulas
Augusto Monterroso

En este brevísimo texto el mensaje del «chivo expiatorio» reside en la idea del umbral como esa zona a media luz donde los valores típicamente humanos se pierden en la frontera que media entre el hombre y la animalidad.
Bien sabemos que los librepensadores han sido considerados un peligro porque conspiran contra la descomposición de los valores individuales; son, reniegan generaciones «comunes y corrientes», unos morbosos que deben ser purgados de la felicidad que impone el fracaso y la dominación ideológica con tintes de ambición purista, conservadora. Esta forma resulta impracticable, ¡claro! Para desintoxicar la conciencia-dignidad masificada de las ovejas humanistas sería estúpido permanecer fuera de la realidad refugiándonos en el egoísmo y en la perturbación del juicio.
Las ovejas comunes disuelven en ella la imagen decadente de los valores individuales y sociales de nuestro tiempo. Refleja, por otra parte, la disminución del rendimiento colectivo, en cuyo trasfondo existe latente la búsqueda necesaria de valores universales. Ésta pretende desembocar en la reivindicación ideológica, en la filiación moral incorporada a la psicología de los otros, los que constituyen la masa de víctimas simultáneas: los seres o personajes «del montón», el pueblo-rebaño que son los otros, es decir, la figura arquetípica del estancamiento: la gran mayoría.
La «estatua ecuestre» advierte, por ejemplo, cómo esta frialdad e indiferencia ha existido en las civilizaciones de todos los tiempos, el miedo a que pueda existir un ser diferente y las responsabilidades que ello conlleva. El monumento ―artístico― es una prisión muy atractiva, reservada a los agentes que obsesionan a los otros, esa voz insólita que ocupa a los seres revolucionarios. La esfinge, pues, exterioriza la abolición del ser auténtico: del guerrero (héroe).
La ironía absurdista viene a funcionar como el medio de escape a través del comentario final que vaticina consecuencias acerca de que «el rebaño arrepentido [...] pudiera ejercitarse también en la escultura».
Aquí, la fuerza del victimado, la oveja anarquista, el individuo que rompe con los patrones ordinarios, encadena la vergüenza de las culturas celosas consigo mismas, y su sacrificio sucede a la manera de los mártires religiosos; desprende el pretexto de lo que se ha de multiplicar por analogía absurdista: la interminable tragedia que cierne a los hombres revolucionarios, distintos por naturaleza redentora; seres superiores que aparecen cada siglo «en algún lejano país», en medio de tinieblas y hostilidades socio-históricas. Factores dados para que éste venga a producir nuevos puntos de vista, como portador del estandarte del triunfo, del héroe (en soledad) «capaz de portentos de valor y sufrimiento increíbles», destinado a instaurar el orden al rescate de una sociedad enajenada.
Su reinserción no se da acaso por el mito literario, sino popular: la estatua ecuestre (cuyo tema constituye el concepto simbólico de historicidad, pues representa la imagen físicade un guerrero, muerto o no en batalla). El mundo ahora ha de verle fervorosamente, aun desconociendo la interpretación de su personalidad real, como caudillo inmolado, con respecto a la humanidad y su desarrollo colectivo. El mensaje del desaparecido causa controversia en el sistema ideológico dominante, aunque no dentro del terreno de la literatura. Al observar ese microcosmos supuesto por el minitexto de Monterroso, el tono irónico anula la idea-posibilidad de morir a la manera de Cristo. Es decir, la oveja negra es el «chivo expiatorio» que justifica su liquidación.
La idea popular que se tiene con respecto a cómo la «oveja negra» representa al hijo o familiar descarriado, a la sangre moralmente inferior por condena congénita, tiene su ambivalencia al contraponer la connotación del ser que es diferente a los demás, al caudillo de una sociedad desajustada, de aquellos genios que aparecen cada siglo, diferentes por su color «negro» (ideología). Así, los actos inhumanos de alguien de origen y fuerza superior con facultad política, ética y circunstancial para «pasarlos por las armas», contradice paradójicamente a la idea, dentro del texto, del «arrepentimiento», pues «en lo sucesivo», lejos de adiestrarse por las técnicas renovadoras de cualquier otra oveja negra, «se ejercitan» para continuar haciéndolo, quiero decir, en desaparecer a los alborotadores a manera de «tinte político», o «guerra sucia», y con ello tratar de olvidar los rasgos y artimañas ofrecidas por el fenómeno histórico.
Esta misma circunstancia podemos aplicarla a casi toda la historia de Hispanoamérica, donde «héroes» populares como Francisco Villa o Augusto César Sandino han sido «pasados por las armas» por alguien, para que posteriormente «ovejas comunes y corrientes», «arrepentidas», pudieran también esculpirles estatuas en parques olvidados, o colocar sus nombres a calles y escuelas perdidas en los más áridos desiertos de la memoria.
El padecimiento se ha vislumbrado siempre en todas las épocas, de formas aisladas e incluso utópicas; donde los individuos que encarnan el poder utilizan las máscaras de la «democracia» para hacer parecer lo contrario. Resulta imprescindible apuntar el hecho de que para el orden imperante el aniquilamiento de la oveja diferente se convierte en un instrumento educativo funcional, para hacer más manejable y homogéneo el rebaño.
La «modestia» del autor, en la parte de los agradecimientos que sirven como introducción al libro, reconoce la idea del zoológico como excusa y propósito para construir sus fábulas. Así, desde la animalización, alude a los vicios humanos. Las jaulas que los contienen insinúan las limitantes vulgares de la vida común, y donde el mismo espacio físico ―restringido― funge como alegoría de la ciudad; por consiguiente, a tópicos tales como la inseguridad, la privación de la libertad, el supuesto libre albedrío, la frustración, la indignación, la ignorancia popular, la inconformidad, los plagios intelectuales, y toda clase de defectos psicológicos y de enfermedades lastimosas como la razón, los sentimientos o el instinto de conservación por encima del tiempo y el espacio.
El claustro que representa la estatua ecuestre explica el cautiverio humano en comparación con el zoológico antes aludido, y la imagen darwiniana de que la vida es una selva donde gana el más apto, sugiere las normas correctivas, como esos barrotes invisibles[1] que degradan la propia condición. Aquí, la pesadez se soporta tras la máscara satírica de los animales para denunciar que pasa el tiempo, con su rostro fragmentado y sin facciones determinadas.
El mismo epígrafe que utiliza Monterroso en el libro, reza de tal guisa: «los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de éste», mientras que en el índice onomástico el supuesto autor de tal cita, K’nyo Mobutu, resulta ser un antropófago, lo cual redimensiona la comprensión inicial que se pueda tener acerca de una simple sátira. Entonces se vuelven equidistantes dos dimensiones: la intención no gratuita y la autofagia literaria, puesto que el escritor se identifica en la condición sapófrita que caracteriza, entre otros rasgos, a la Minificción. Esto es, «se nutre [simbólicamente] de la materia [humana] en descomposición», de los miembros orgánicos de la sociedad;  consume deliciosamente los valores putrefactos de la condición humana valiéndose de plagios míticos y estructuras literarias, proveyéndole condimentos paródicos, irónicos y lenguaje popular al sazón literario, con nada más imitar las conductas estereotipadas de la muchedumbre indolente, para luego reinsertar dicho juego en la comunidad literaria con originales propuestas, con tratamiento actualizado, tras la canibalización de sus componentes discursivos.
En este sentido, la fábula nos reclama, a través del ensayo libre, esos movimientos intelectuales, persistentes y efectivos, que sacudan la conciencia de las mayorías.



[1] Intolerancia

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