J. Pablo Rochín
«Necesitamos otro
Vietnam para adelgazar las filas», se mofa mordazmente el personaje animado
Bart Simpson de la suciedad de su sociedad, y con ello de las enfermedades
sintomáticas del quehacer contemporáneo. Se resiste a seguir alimentando al
sistema. En efecto, los mismos nazis entendieron y aplicaron a su conveniencia
la filosofía nietzscheana sobre la predilección de un ultra hombre de origen
superior, «chivo expiatorio» que les sirvió como excusa para ejercer el poder y
el resentimiento a causa de la misma incapacidad espiritual que tenían ante los
«débiles y fracasados», y no para comprender las vicisitudes del mundo o la
forma de ennoblecer su propia condición. Así lo contempla la doctrina de la
citada oveja negra de la filosofía alemana, Nietzsche, quien
fue fusilado simbólicamente, es
decir, traicionada su ideología, por
sus condiscípulos nazis.
En un lejano
país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le
levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían
ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras
generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la
escultura.
La Oveja negra y
demás fábulas
Augusto Monterroso
En este brevísimo
texto el mensaje del «chivo expiatorio» reside en la idea del umbral como esa
zona a media luz donde los valores típicamente humanos se pierden en la
frontera que media entre el hombre y la animalidad.
Bien sabemos que
los librepensadores han sido considerados un peligro porque conspiran contra la
descomposición de los valores individuales; son, reniegan generaciones «comunes
y corrientes», unos morbosos que deben ser purgados de la felicidad que impone
el fracaso y la dominación ideológica con tintes de ambición purista,
conservadora. Esta forma resulta impracticable, ¡claro! Para desintoxicar la
conciencia-dignidad masificada de las ovejas humanistas sería estúpido
permanecer fuera de la realidad refugiándonos en el egoísmo y en la
perturbación del juicio.
Las ovejas comunes
disuelven en ella la imagen decadente de los valores individuales y sociales de
nuestro tiempo. Refleja, por otra parte, la disminución del rendimiento
colectivo, en cuyo trasfondo existe latente la búsqueda necesaria de valores
universales. Ésta pretende desembocar en la reivindicación ideológica, en la
filiación moral incorporada a la psicología de los otros, los que constituyen
la masa de víctimas simultáneas: los seres o personajes «del montón», el
pueblo-rebaño que son los otros, es decir, la figura arquetípica del
estancamiento: la gran mayoría.
La «estatua
ecuestre» advierte, por ejemplo, cómo esta frialdad e
indiferencia ha existido en las civilizaciones de todos los tiempos, el miedo a
que pueda existir un ser diferente y las responsabilidades que ello conlleva.
El monumento ―artístico― es una prisión
muy atractiva, reservada a los
agentes que obsesionan a los otros,
esa voz insólita que ocupa a los seres revolucionarios. La esfinge, pues,
exterioriza la abolición del ser auténtico: del guerrero (héroe).
La ironía absurdista viene a funcionar como el medio de escape a través del
comentario final que vaticina consecuencias acerca de que «el rebaño
arrepentido [...] pudiera ejercitarse
también en la escultura».
Aquí, la fuerza
del victimado, la oveja anarquista,
el individuo que rompe con los patrones ordinarios, encadena la vergüenza de
las culturas celosas consigo mismas, y su sacrificio sucede a la manera de los
mártires religiosos; desprende el pretexto de lo que se ha de multiplicar por
analogía absurdista: la interminable tragedia que cierne a los hombres revolucionarios,
distintos por naturaleza redentora; seres superiores que aparecen cada siglo
«en algún lejano país», en medio de tinieblas y hostilidades socio-históricas.
Factores dados para que éste venga a producir nuevos puntos de vista, como
portador del estandarte del triunfo, del héroe (en soledad) «capaz de portentos
de valor y sufrimiento increíbles», destinado a instaurar el orden al rescate
de una sociedad enajenada.
Su reinserción no
se da acaso por el mito literario, sino popular: la estatua ecuestre (cuyo tema
constituye el concepto simbólico de historicidad, pues representa la imagen
físicade un guerrero, muerto o no en
batalla). El mundo ahora ha de verle fervorosamente, aun desconociendo la
interpretación de su personalidad real, como caudillo inmolado, con respecto a
la humanidad y su desarrollo colectivo. El mensaje del desaparecido causa
controversia en el sistema ideológico dominante, aunque no dentro del terreno
de la literatura. Al observar ese microcosmos supuesto por el minitexto de Monterroso,
el tono irónico anula la idea-posibilidad de morir a la manera de Cristo. Es
decir, la oveja negra es el «chivo expiatorio» que justifica su liquidación.
La idea popular
que se tiene con respecto a cómo la «oveja negra» representa al hijo o familiar
descarriado, a la sangre moralmente inferior por condena congénita, tiene su
ambivalencia al contraponer la connotación del ser que es diferente a los
demás, al caudillo de una sociedad desajustada, de aquellos genios que aparecen
cada siglo, diferentes por su color «negro» (ideología). Así, los actos
inhumanos de alguien de origen y
fuerza superior con facultad política, ética y circunstancial para «pasarlos
por las armas», contradice paradójicamente a la idea, dentro del texto, del «arrepentimiento», pues «en lo sucesivo», lejos de adiestrarse por las
técnicas renovadoras de cualquier otra oveja negra, «se ejercitan» para
continuar haciéndolo, quiero decir, en desaparecer a los alborotadores a manera
de «tinte político», o «guerra sucia», y con ello tratar de olvidar los rasgos
y artimañas ofrecidas por el fenómeno histórico.
Esta misma circunstancia podemos aplicarla a casi toda la historia de
Hispanoamérica, donde «héroes» populares como Francisco Villa o Augusto César
Sandino han sido «pasados por las armas» por alguien, para que posteriormente «ovejas comunes y corrientes»,
«arrepentidas», pudieran también esculpirles estatuas en parques olvidados, o
colocar sus nombres a calles y escuelas perdidas en los más áridos desiertos de
la memoria.
El padecimiento se ha vislumbrado siempre en todas las épocas, de formas
aisladas e incluso utópicas; donde los individuos que encarnan el poder
utilizan las máscaras de la «democracia» para hacer parecer lo contrario.
Resulta imprescindible apuntar el hecho de que para el orden imperante el
aniquilamiento de la oveja diferente
se convierte en un instrumento educativo funcional, para hacer más manejable y
homogéneo el rebaño.
La «modestia» del autor, en la parte de los agradecimientos que sirven como
introducción al libro, reconoce la idea del zoológico como excusa y propósito
para construir sus fábulas. Así, desde la animalización, alude a los vicios
humanos. Las jaulas que los contienen insinúan las limitantes vulgares de la
vida común, y donde el mismo espacio físico ―restringido― funge como alegoría
de la ciudad; por consiguiente, a tópicos tales como la inseguridad, la
privación de la libertad, el supuesto libre albedrío, la frustración, la
indignación, la ignorancia popular, la inconformidad, los plagios intelectuales,
y toda clase de defectos psicológicos y de enfermedades lastimosas como la razón, los sentimientos o el instinto
de conservación por encima del tiempo y el espacio.
El claustro que representa la estatua ecuestre explica el cautiverio humano
en comparación con el zoológico antes aludido, y la imagen darwiniana de que la
vida es una selva donde gana el más apto, sugiere las normas correctivas, como
esos barrotes invisibles[1]
que degradan la propia condición. Aquí, la pesadez se soporta tras la máscara
satírica de los animales para denunciar que pasa el tiempo, con su rostro
fragmentado y sin facciones determinadas.
El mismo epígrafe que utiliza Monterroso en el libro, reza de tal guisa:
«los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos
de éste», mientras que en el índice onomástico el supuesto autor de tal cita, K’nyo Mobutu, resulta ser un
antropófago, lo cual redimensiona la comprensión inicial que se pueda tener
acerca de una simple sátira. Entonces
se vuelven equidistantes dos dimensiones: la intención no gratuita y la
autofagia literaria, puesto que el escritor se identifica en la condición
sapófrita que caracteriza, entre otros rasgos, a la Minificción. Esto es, «se
nutre [simbólicamente] de la materia [humana] en descomposición», de los
miembros orgánicos de la sociedad;
consume deliciosamente los valores putrefactos de la condición humana
valiéndose de plagios míticos y estructuras literarias, proveyéndole
condimentos paródicos, irónicos y lenguaje popular al sazón literario, con nada
más imitar las conductas estereotipadas de la muchedumbre indolente, para luego
reinsertar dicho juego en la comunidad literaria con originales propuestas, con
tratamiento actualizado, tras la canibalización
de sus componentes discursivos.
En este sentido, la fábula nos reclama, a través del ensayo libre, esos
movimientos intelectuales, persistentes y efectivos, que sacudan la conciencia
de las mayorías.